La Cita

Mientras me mordía las uñas, el hombre de los ojos de mar me miraba expectante. Era una cita extraña, peculiar, nunca me había sentido así, porque a pesar su innegable atractivo, ese olor a perfume finísimo que impregnaba el ambiente y esa enigmática presencia que robaba el aliento, a pesar de todo eso, yo sentía que estaba en medio de un juicio. Lo peor es que a quien juzgarían sería a mí.

— ¿Seguro que no tarda en llegar? —pregunté con toda la ansiedad que cabía en mi voz. El hombre de los ojos de mar desvió su mirada de la ventana para ponerla en mí.

—No te preocupes. Ella siempre llega tarde— respondió.

Los minutos pasaban y el único ruido que interrumpía ese incómodo silencio, era el tic-tac de un reloj viejo de pared. Hasta que ella apareció. Menuda, de ojos grandes y cabello granate, me saludó con una disculpa y se sentó junto al hombre de los ojos de mar. Con él también se disculpó y le tomó la mano; preguntó en qué íbamos y él le respondió que no quería empezar sin ella.

Dejé de morderme las uñas y crucé los brazos, esperando que me dijeran lo que tenían que decirme. Allí estaban, dos de las personas más importantes de mi vida, sentadas frente a mí, mirándome con los ojos asustados y cargados de preocupación.

Yo los conocía totalmente desde antes que nacieran, aunque parecieran un poco mayores que yo. Al fin de cuentas, si estaban ahí era culpa mía y me sentí responsable de su preocupación.

— ¡Lo lamento! —fue lo único que pude decir. Casi sentía ganas de llorar. Ellos habían sido amables, pacientes, considerados y hasta alcahuetes conmigo. Yo a cambio lo único que les había ofrecido por tantos años era un montón de promesas rotas que el tiempo se fue llevando a su paso y que ahora ellos no sabían cómo manejar.

—Dinos por favor, ¿qué vamos a hacer? —preguntó ella con la voz acongojada. El hombre de los ojos de mar permanecía impasible. —Ya no aguantamos más. El tiempo está pasando y a veces tengo la sensación de que voy a desaparecer.

— ¡No! Eso no lo digas jamás. —Repliqué.

—Ese lugar desordenado y frágil en el que vivimos está cada vez más lleno de recovecos. Hemos tratado d de instalarnos en muchas partes y hasta nos hemos vuelto invasivo; pero ha sido en vano porque seguimos aquí. Y ¡míranos! —Exclamó él, visiblemente irritado— ¡Estamos Anclados aquí, pero esto hace tiempo dejó de ser el paraíso!

Sus palabras destrozaron mi corazón. Dios es testigo de que siempre quise l mejor para ellos, pero en mi intento solo conseguí lastimarlos, herirlos sin razón. Construí una vida para nosotros tres y me volví conforme; dije quererlos, pero puse mil cosas sobre ellos, los dejé atrás al elegir prioridades y a pesar de su paciencia y mi certeza de su amor, hoy lo único que querían era liberarse de mí.

— ¡Está bien! —Me sequé las lágrimas y continué— Tienes razón. Te prometí un paraíso, te abandoné, lo siento. Pero el pasado es pasado y no se puede cambiar. ¿Quieres ser libre? —me dirigí a ella—… ¿y tú también? Lo haré, como un regalo para ustedes, lo haré.

Tomé mi mochila, me puse de pie y me acerqué a la puerta, pero antes de salir agregué:

—Tomen sus cosas, equipaje ligero por favor. No se carguen de cosas inútiles, porque donde vamos… no las van a necesitar.

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